Venciendo aquellos
temores que la escoltan desde el día que decidió dejar todo en el olvido, Lilí
sigilosa abre la puerta. En cada uno de sus movimientos pretende mantener vivo el silencio abrumador que
protege su presencia. Ha estudiado cada detalle desde hace semanas, sabe a la
perfección lo que sucederá. La
convicción de estar preparada para hacer frente a cualquier hecho inesperado es
lo único que le da valor.
Un pútrido aliento la
recibe al lograr entrar a la casa, el olor golpea su cara, desordena sus
cabellos, le da la bienvenida a la realidad paralela que ha ocultado por años.
Ella, rompe el silencio en una arcada. Es su
presentación, su saludo.
Todo en aquel lugar
se dispone tal como ella supuso. Este
enorme baúl de recuerdos inútiles, solo atesora bolsas de basura, cartones
arrumbados y desperdicios exhibidos como trofeos.
Una población de
moscas aturdidas desafía el espeso aire en un vuelo coreográfico y un par de
ratas desde el centro de la sala la miran con desprecio.
Sabe de sobra que una
vez dentro ya no hay vuelta atrás, sube la escalera, el miedo la desafía,
avanza decidida y sin pensar en las consecuencias ingresa al dormitorio
principal.
Recostado junto a una
enorme madeja de trapos viejos que cumple la función de lecho senil, Lilí
encuentra a Ricardo, su padre.
- ¿Y qué hago contigo
ahora?, viejo de mierda-
-“Se llamará Lilí”-
palabras que dijo Ricardo, algo molesto al ser padre por quinta vez, y perder a
su esposa para siempre. -Me gusta… dos letras, dos sonidos que se repiten, ¿Para
qué más?- mientras guarda en su abrigo un paquete de algodón a espaldas de las
enfermeras.
Ricardo, supo
acaudalar una secreta fortuna ahorrando todo peso que llegaba a sus manos,
tanto el hambre como la vergüenza nunca fueron motivos para desembolsar más de lo necesario.
De pequeña Lilí se
había acostumbrado a compartir todo en familia, desde sus útiles escolares
hasta el cepillo de dientes. Aprendió
además a superar las náuseas cada almuerzo dominical cuando su Ricardo, luego
de comprar una coca-cola, la abría frente a ella y sus hermanos para vaciar en
su interior un bolo de espesa saliva, bebida que solo se atrevía a probar
Ringo, su fiel quiltro.
-¡Chiquilla mal
agradecida!- fue la respuesta que obtuvo
al preguntar los motivos de una dieta a base de helado de piña que duró una
semana completa… por ser fin de año estaban en oferta.
La niñez de Lilí y sus hermanos, fue marcada por las
constantes burlas de sus compañeros.
-¡Lilí es pobre, Lilí
la pobre!- entonaban en una infernal ronda, empujando su pequeño cuerpo
de un lado a otro sin dejarla caer. Ella, rogaba en silencio que no se
estropeara su Jumper mientras intentaba no perder de vista los botones de su
chaleco que rodaban por el suelo.
El dolor y las lágrimas de sus hijos, fue lo
único que Ricardo jamás apuntó en su libreta de cuentas. Lilí, sin embargo,
inició el registro de cada humillación, de cada caricia negada, de cada
pregunta no resuelta.
En la
adolescencia comenzó a trabajar, nunca a
expensas de su padre, temía que un esclavizante
trabajo fuese pagado con algún
desatinado lujo paternal. Como aquella noche en vela que organizó una rumba de
facturas y documentos por año y relevancia, para ser recompensada con un tarro
de duraznos y una coca-cola cerrada.
Su primer sueldo lo
gastó integro en un perfume de moda, no le gustaba, pero amaba la ira implícita
de su padre cuando cada mañana, al salir de la habitación, se despedía de todos impregnando el comedor con su aroma a despilfarro.
Ricardo, que esperaba algún aporte para pagar algo de los gastos básicos del
hogar, decepcionado poco a poco comenzó a desvincular a Lilí de su vida y la de
sus demás hijos, los que temerosos seguían su dieta de sobreviviente.
El perfume fue
sucedido por unos tacones agujas que hacían
juego con su nueva cartera, luego vino la pasión por la Opera, las titánicas obras
de Wagner se convirtieron en la mejor excusa para justificar sus constantes
salidas culturales en compañía desconocida, siempre de noche.
Ricardo decide no
perder el tiempo en pensar que está ocurriendo, de sus hijos apenas sabía su
nombre. Desde su solitaria tribuna se dedica a observar como estos mal
agradecidos cortan uno a uno los eslabones de la paternidad opresora. La
soledad que lo acecha, esperando el momento preciso para ser la única compañía
del resto de su vida, aparece en escena, Ricardo la asume como una nueva
ventaja.
-
Ya era hora de que estos huachos
de mierda dejaran de vivir de mi esfuerzo, años de trabajo y para qué… Volverán
llorando cuando el hambre les pegue las tripas, rezongaba mientas acariciaba el
lomo de Ringo, su fiel perro.
En cierta forma la
insurrecta independencia de sus hijos le agradaba, la cuenta de la luz bajó un
tercio de lo habitual después que Lilí se fue para siempre, al partir su
segundo hijo ya no era necesario comprar tanto pan para la hora de once. La
dicha fue aun mayor cuando una mañana encontró la carta en la que sus gemelas
notificaban un viaje sin retorno a Puerto Varas; durante la cena de aquella
noche, el mayor de sus hijos, le comunicó que partía del país gracias a unos
contactos con sus amigos artistas de Barcelona. -Al fin alguien valora mi
talento- le dice a Ricardo, quien juntando las migajas del mantel piensa que ya
no será necesario comprar tanto papel higiénico.
Todo gracias a Lilí…
Lilí, que bello nombre, la más joven de sus hijos, la que en su nacimiento lo
despojó del derroche que implicaba para él mantener una inútil esposa ama de
casa.
Jamás imaginó que su
hija predilecta, le volvería a dar nuevas esperanzas de hacer crecer su fortuna
al librarlo de la tropa de zánganos, que optaron seguir el emancipado ejemplo
de su hermana menor.
Pasaron los años y
Ricardo en su soledad se convirtió en un espectro que aprovecha el anonimato
nocturno para robar la basura de sus vecinos.
Nunca más se dejó ver.
En el barrio se comentaba que guarda una invaluable fortuna en efectivo y que a
su quiltro lo vieron usando una cadena de oro y diamantes; se decía además que
había adoptado un par de ratas.
Lilí en su nueva
vida, se ataviaba de cuanto lujo y cachivache pasaba por su mente, a los
treinta años se compró una Barbie original que vistió con lentejuelas y plumas
para convertirla en el amuleto que cada noche la acompañaba en su auto último
modelo.
Su renovada vida se
asemejaba a una pasarela que la exhibía día y noche. Por lo mismo estar bella a
cada segundo era su principal preocupación, ya que no podía predecir el momento
en que su celular sonaría para concertar una cita con alguno de sus
distinguidos clientes.
Partió por su nariz,
un pequeño toque borró el rostro de su padre cada vez que se miraba al espejo.
Luego las exigencias del competitivo mercado la obligaron a costear unos
maravillosos y grotescos senos que la diferenciaron de sus demás colegas.
En su armario amontonaba
prendas de costosos diseñadores, zapatos y carteras para combinar con sus ojos,
los colores del cielo, su estado de ánimo o la corbata del cliente. Lilí quiere
ser la más bella, los tratamientos de belleza y el gimnasio no lograban dejarla
del todo conforme, y recordó que una de las pocas amigas del ambiente llegó
completamente renovada luego de un viaje de negocios a Buenos Aires.
- Mi Buenos Aires
querido…- entona mientras a toda prisa, corre a preparar su equipaje previa
confirmación de hora en pabellón con el Doctor Rosales.
Solo surgió un
pequeño imprevisto: las cuentas no le cuadraban. Extrañó por un momento la
libreta absurda de su padre, de cómo meticulosamente anotaba cada céntimo que
ganaba, pagaba y gastaba.
Recurrió a todos sus contactos, todos sus
amigos, agotando toda posibilidad de un préstamo. Desde Buenos Aires, el Doctor
Rosales pierde la paciencia. Ella no imaginaba seguir viviendo sin aquel
costoso retoque.
Sabía que en algún
momento parte de la supuesta fortuna paternal debía caer en sus manos y pensó
que este sería el instante indicado.
-
¿Quién es usted, señorita?
-
No me conoces, dime dónde está la
plata
-
Se la han robado las ratas
-
Dime dónde está tu libreta de
apuntes, viejo de mierda- le grita a Ricardo, quien al reconocer algo familiar
en aquella mirada, deja de sentir miedo.
-
¿Lilí, eres tu?- pregunta
restregando las costras de legaña acumuladas en sus ojos.
-
Supieras como te he extrañado- le
dice en tono sarcástico y avanza hacia
ella desafiando el precario equilibrio que aun le queda.
-
¡Puta, igual a tu madre!, fue lo
que se logró comprender a través de aquella mueca desdentada.
-
Me das asco- Pronuncia Lilí mientras esquiva a su padre.
Un
fuerte ruido espanta las ratas, hace perder la sincronía del vuelo de las
moscas y da paso a un silencio absoluto.
Lilí observa a Ricardo, la espesa y cálida sangre logra aplacar el tufo que levita del
pegajoso suelo, este nuevo vaho se
transforma en el único olor posible de tolerar, lo único familiar y conocido
que quita el asco de estar en casa.
Lilí espera unos minutos y saca temerosa el guante
de su mano derecha, toca el cuerpo de Ricardo aun tibio, aun con sangre por
derramar y comprueba que al fin está muerto.
Las ratas aparecen…
una de ellas responde coqueta al nombre de Lilí, las moscas recuperan su ritmo
celestial, y se acerca un quiltro esquelético que le suplica piedad mientras lame su mano con dulzura, haciendo gala de un ridículo collar de fideos
pintados alrededor de su cuello.